El Real Valladolid no es capaz de sacar más de un punto de su visita a Anduva ante un correoso Mirandés que, sin mucho, pudo ganar, ya que Varas desbarató con maestría las dos mejores ocasiones del encuentro

En Segunda casi cada campo es una trampa. Da igual que no esté minado, basta con que el rival se muestre correoso para entorpecer al que propone. No se convierte en una guerra, pero casi, si uno tiene en cuenta la que dieron los jugadores del Mirandés a los del Real Valladolid. Y no es que no estuviesen en sobreaviso: en un derbi (casi) todo vale. Y Anduva, obtengan quienes lo defienden un mayor o menor botín, no es fácil.
Casi hay que dar gracias porque los blanquivioletas saliesen vivos, ya que en la última jugada del encuentro Varas evitó un gol que habría terminado con la inmaculada racha de nueve partidos ligueros sin caer. La primera y última vez que se cayó en liga –y en la temporada– fue, precisamente, en otro de esos estadios tan característicos de la categoría, un ‘Anfield’ Carro donde no se ganan ascensos, pero sí se pueden perder.
Es, Anduva, un feudo pequeño. Cuatro ‘murallas’ y poco más. Reglamentario, claro. Faltaría más. Pero deben destacarse sus dimensiones para hacer notar que no es fácil jugarle al Mirandés allí. Y no vale aquello de que es pequeño para todos. El Mirandés lo ‘hace’ y lo ‘disfruta’ así, coqueto, recatado, que diría uno utilizando eufemismos pretendiendo no herir.
Aunque faltarían metros para correr, Rubi apostó por sus tres jugadores más explosivos de inicio en vanguardia, y no se puede decir que se equivocase. Es verdad que no funcionó, pero difícil era que lo hiciera ante tal rigor defensivo mirandesista. Los de Carlos Terrazas no mostraron una sola grieta, fueron músculo y falange, imposible de superar para los velocistas.
Para más inri, en la zona media faltó fútbol. Óscar venía a recibir y mezclar con Timor y Leão, pero fue incapaz de agitar. La intensa presión local ahogaba en la parcela ancha, por lo que la posesión era inocua y trasera y, cuando se superaba la mitad del terreno de juego, sucia y deslabazada. Si el Mirandés tenía un plan era ese, y cazar alguna de las que tuvieran, porque incluso, cuando uno apenas quiere, tiene.
En una de esas, pasada la media hora, Javi Varas evitó con un paradón el gol de Corral. El Pucela no estaba cómodo y, aunque no sufría, tampoco disfrutaba. Neutralizado su juego, Rubi intentó dar una vuelta de tuerca tras el descanso, que funcionó, pero no bastó. Se retiró Samuel, a sabiendas de que la defensa daría un paso adelante, Peña pasó al central, Mojica al lateral, Jeffren a un costado y Guille Andrés entró como punta.
Con el solo hecho de contar con una referencia –móvil, eso sí– y dos extremos a pie natural, los espacios empezaron a vislumbrarse, aunque no cejó la presión burgalesa, convertida en kilómetros y kilómetros de trabajo con el que evitar que esos huecos se dieran. Hubo un apretón, ligero, como de usted, en el que la sensación de peligro nunca fue real, porque nunca llegaron las ocasiones verdaderamente claras.
Y como la fluidez seguía sin ser total y el peligro continuaba sin ser manifiesto, de nuevo Rubi movió el banco para dar entrada a Omar Ramos y Óscar Díaz por Bergdich y Óscar. En estas tampoco hubo suerte, ya que Omar fue solo voluntad y a Díaz no se le vio. Hubo intercambios de posiciones varios con los que el Pucela siguió buscándolo, pero nunca encontró el duende.
En la última jugada del encuentro, Rúper lanzó una falta peligrosísima con marchamo de gol, a una altura media-baja, difícil, pero otra vez Varas ejerció de salvador para conseguir que al menos los blanquivioletas se volvieran a casa con un punto. Insuficiente, por la mala primera mitad, e insuficiente por la teórica superioridad, no plasmada sobre el terreno de juego. Pero justo, porque uno apenas quiso y el otro no pudo. Y, teniendo en cuenta esas dos claras ocasiones, del mal, el empate fue el menos.