Último fin de semana de octubre con más de veinte grados, un Pucela desatado en ataque y encogido en defensa horas después de cambiar la hora y de resintonizar la televisión

Amanecía el domingo con la resaca del Clásico fresca, demostrando que España se había paralizado por un Real Madrid – Barcelona una vez más. Todavía se hablaba del planteamiento de Luis Enrique, las excusas de Xavi y la exhibición blanca. Del homenaje a Messi no se dijo nada porque no había tiempo. O porque no tiró ni a puerta. Ya no recuerdo.
La cuestión es que el Albacete – Real Valladolid irrumpió sin avisar, con cierta sensación de partido incómodo. Y el último día de la semana no iba a ser un día cualquiera. Todo pareció atropellado. Acabábamos de cambiar la hora y no sabíamos si encender la TV antes o después. Algunos lo hicieron tan temprano que terminaron viendo ‘Los conciertos de La 2’. La noticia es que no estaba Jordi Hurtado.
El pitido inicial no normalizó las cosas. El panorama era extraño, parecido al que se encontró Walt Kowalski cuando sus vecinos asiáticos lo invitaron a comer en ‘Gran Torino’. Más de veinte grados en una mañana de finales de octubre, el sol juzgando desde lo alto y algunas personas recuperando el abanico como el que descubre en el armario una chaqueta de la que no se acordaba.
Con el calor dando sus últimos coletazos y las nubes y los chubascos agotando sus vacaciones, a la Liga se le ocurrió la brillante idea de poner en juego el balón de invierno. Michael Mann hubiera dado guantes negros y mangas largas a los veintidós protagonistas para ambientar perfectamente el momento, pero el director de ‘Enemigos Públicos’ no trabaja para Tebas.
Por si esto fuera poco, el choque, en lo puramente futbolístico, resultó extraño. Rubi apostó por agitar el ataque con Mojica y Bergdich. Y lo logró. De hecho, firmaron un partido notable. Sin embargo, el Pucela fue un flan en defensa y hasta Jesús Rueda parecía Gerard Piqué cuando este mira a los ojos a Cristiano Ronaldo antes de intuir que su cadera le va a jugar una mala pasada. Ni rastro de un encuentro que tuviera que ver con el Valladolid de las últimas semanas. El desmadre se apoderó del Carlos Belmonte y todo acabó tres a cuatro. Una locura.
El que no pudo disfrutar del hilarante guión fue Sagués Oscoz –el árbitro–, que se fracturó la muñeca en la primera mitad y tuvo que ser sustituido por Caparrós Hernández.
El único resquicio de lógica vino por parte de Óscar González, que, una vez más, se hizo gigante cuando peor lo pasaba el cuadro blanquivioleta. Su gol, con uno a cero en contra, despertó a sus compañeros y evitó un disgusto innecesario. No fue un domingo cualquiera, pero hay cosas que nunca cambian.