El Real Valladolid Promesas vuelve a Somozas 120 días después de su primera y única visita, la del ascenso
Suena el despertador a las diez y media de la mañana, es hora de comenzar ‘El Día D’. La noche había estado llena de sueños sobre un futuro inminente, preguntas sin respuesta que evitabas hacerte a cada segundo, porque sabías que, aparte de no encontrar respuesta, si le dabas muchas vueltas iba a ser imposible pegar ojo.
La ilusión se podía palpar en el ambiente; se hizo patente desde ese mismo momento en el que sonó el despertador. Intentabas tomarte las cosas con calma, pero resultaba muy difícil. Procurabas no pensar en negativo, ni siquiera tampoco hacerlo en positivo, puesto que las horas amenazaban con pasar demasiado lentas y la ansiedad con ir creciendo.
Después de una ducha para intentar calmar los nervios, y justo cuando estábamos a punto de salir del hotel para ir a desayunar, suena el teléfono. Sonríes. La primera llamada –de muchas ese día– es la del responsable de que nosotros tres locos, de la vida y del fútbol, nos hubiésemos levantado en Narón, apenas a unos kilómetros de Somozas.
La respuesta a la pregunta ‘¿qué tal estás?’ quedó sin respuesta por ser totalmente imposible de explicar con palabras. La mente en esos momentos iba por rachas, o se tomaba las cosas con calma o iba demasiado rápido. Recordaba, como si de ayer se tratara, miles de momentos vividos durante los últimos nueve meses. Ese gesto de Alberto –‘El Peli’ para mí–, ya tan rutinario, al acabar un partido, mirando hacia donde estábamos y con una sonrisa acompañando el pulgar en alto, el primer partido fuera, ante el Tordesillas, en el que por aquel entonces no sabía que serían los primeros kilómetros de una temporada viajera, vivir un partido a pie de campo –estrenándome también– en un estadio como La Balastera, la promesa de un gol dedicado, el ‘tranquila, todo irá bien’ cuando las cosas se torcían…
La primera llamada del día acabó con su mujer al otro lado del teléfono. La primera y única frase que pronunció fue «tranquila, Rosa, que hoy el Promesas asciende». No podía no confiar en ella; había acertado en todos los pronósticos que había hecho a lo largo de la temporada. ¿Cómo no confiar si desde los primeros partidos de Liga anunció que el Atleti iba a ser campeón o que –por desgracia– el primer equipo iba a bajar? Había que hacerlo.
Recuerdos…
Totalmente contrarios, como la noche y el día, acabaron siendo las temporadas del primer y segundo equipo de ‘mi’ Pucela. Pero para mí resultaba reconfortante escuchar jornada tras jornada «acabarás llorando de alegría esta temporada». Había algo, imposible de explicar, que te hacía creer cualquier promesa que te hicieran. Esa confianza que tenían en sí mismos, en el equipo, el saber sobreponerse cuando las nubes negras amenazaron con estropear una buena cosecha… Eran una piña, y eso se plasmaba en el terreno de juego.
Dos fines de semana antes de ese veinticinco de mayo, el Real Valladolid Promesas se proclamó campeón del Grupo VIII de Tercera División. Esa noche, al salir de cenar, los pocos que quedaban –con uno de los capitanes a la cabeza– comenzaron a cantar «¡que sí, joder, que vamos a ascender!». Mi mirada se cruzó con la de la única persona que, al igual que yo, no podía hacer otra cosa que animar por hacer ese sueño realidad. Lo dijimos a la vez. «No hagas planes para dentro de dos fines de semana».
Volviendo a Somozas
Horas después, con un héroe con guantes encabezando la partida, el Real Valladolid Promesas conseguía el sueño (también el mío) de ascender a Segunda División B. Atrás quedaron las jornadas de enfados por derrotas, las temporadas creyendo hasta el último segundo para seguir un año más en Tercera.
En Somozas se acabaron haciendo los sueños realidad, y a Somozas vuelven este fin de semana distintos guerreros pero con un mismo objetivo. Continuar lo que, hace 116 días –120 cuando se juegue el partido–, se consiguió a pesar de las dudas, las deudas y el cansancio físico y mental. Y para así, seguir sumando, jornada tras jornada, y poder acabar la temporada de rodillas en el suelo, llorando de felicidad y con un coche, a las cinco de la mañana y bailando en mitad de la calle.