Julio, héroe del ascenso del Real Valladolid Promesas a la Segunda División B, seguirá en el filial y partirá como el tercer portero de Rubi
Quién iba a decir, hace ya doce años, que ese pequeño Julio Iricibar Bayarri, ese niño en el que se palpaba la ilusión de divertirse, de hacer amigos, de dar patadas a un balón, iba a ser, en el futuro, tan importante para su equipo, el Real Valladolid –Promesas, en este caso–.
Cuenta la leyenda que un veinticinco de mayo de 2014 a falta de pocos minutos para las ocho de la tarde, en un pequeño pueblo de Galicia, ocurrió un milagro. Fruto de la suerte, dirán unos; fruto del trabajo bien hecho, responderán otros. Entonces, con su amigo inseparable al fondo, el niño que llegó cargado de sueños y esperanzas, se hizo hombre. Con el corazón en la garganta y los dedos de las manos cruzados, algunos recordaban la noche anterior, en la que un todopoderoso Real Madrid se llevaba la Champions tras un último minuto de infarto. Muchos rezaban. «No podemos ser ese Atleti». No después de tanto esfuerzo para llegar hasta allí.
Cualquiera que fuese testigo de ese momento, podrá recordar cómo se detuvo el tiempo en esas milésimas de segundo en las que el balón salía disparado desde el punto de penalti.
Pocos, seguramente, recordarán qué hicieron después de ver cómo el balón impactaba en el cuerpo del hombre –antes niño– que vestía de amarillo con el uno a la espalda. Pero probablemente todos recordarán que, cuando Julio impidió que ese balón atravesara la línea, un pensamiento, unánime, llenó la cabeza de todos los que, en el campo o detrás de una pantalla, estaban viviendo ese momento: quién iba a ser, si no él.
No crean que fue fácil. El héroe del ascenso empezó la temporada escuchando que no tenía calidad suficiente para siquiera entrenar con el primer equipo, palabras que calaron muy hondo y que dieron a cualquiera el derecho de hablar incluso desde la ignorancia.
No será la primera vez que vemos por estos lares cómo un canterano escucha algo así y necesita vacaciones para recuperarse de ese golpe tan duro. Pero los hay que están hechos de otra pasta, de un material duro como el acero. ‘Dime que no puedo hacerlo y tendré un motivo más para intentarlo’, reza su estado de WhatsApp, clara frase que ejemplifica a un humilde y trabajador Julio.
Lo cierto es que pocos saben que hay una historia más allá de ese penalti y del Xulio en el que se convirtió –le convirtió la Televisión de Galicia– ese día. Un mundo detrás de aquellos guantes que hicieron posible el sueño de unas cuantas personas que se refugiaron (o no) en el Promesas para alegrar un poco su vida con el fútbol en una temporada tan aciaga.
Es la vida del solitario, de ese jugador de campo que ve todo desde su posición fija, sin apenas permiso para moverse más allá de su hábitat. Cuando las cosas iban mal, cuando el ánimo estaba por los suelos, cuando los de arriba, como si de dioses se trataran, lo rechazaron al principio, no quedaba otra que buscar apoyo en alguien como él. Lo encontró en un recién llegado, Diego Mariño.
El gallego se preocupó por él, le escuchó, le animó y, para demostrarle su apoyo incondicional, le regaló sus guantes. Y, cosas del azar, cuando el ascenso se hizo realidad, un feliz Julio proclamó que había parado el penalti con los guantes que en su día Mariño le regaló. Unos guantes que había guardado como oro en paño, o como algo más valioso todavía, con los que decidió jugar en Somozas para agradecerle, de algún modo, lo que había hecho por él. De ese modo, se convirtieron en algo parecido a un talismán.
Cualquier persona de a pie –servidora, incluso–, aficionada a guardar recuerdos, hubiera metido aquellas alhajas en una caja fuerte para poder, de vez en cuando, mirarlas y revivir esos instantes. La gente sencilla, como Julio, actúa de manera diferente. Esa misma noche, él declaró en petit comité que no es una persona fetichista, que solo guarda la camiseta de su convocatoria contra el Málaga, la primera con el primer equipo.
En una temporada llena de impedimentos, Javi Torres y Juan Carlos Martínez –entrenador de porteros– se convirtieron en su soporte, en las vigas que lo mantuvieron en pie cuando las cosas, tanto anímica como deportivamente, se ponían difíciles. El segundo, orgulloso después de ver como su pupilo levantaba al Real Valladolid B a lo más alto, declaraba en Twitter que era la mayor recompensa que un entrenador puede tener. Le marcaron una meta y la consiguió, y la deuda con ellos se hizo demasiado grande.
No había mejor manera de darles las gracias que cediendo esos recuerdos, tan valiosos como eternos, a los dos pilares de su temporada. Los guantes, antes de Mariño, y más tarde de Julio, acabaron como regalo a su míster, un entrenador que confió en él desde el primer instante y que le dio la fuerza mental necesaria para afrontar cualquier situación.
Por otra parte, el responsable de su gran evolución, el que estuvo con él día tras día, el maestro que le dio algo por lo que luchar cuando Alberto Marcos le dio a un lado, fue el que se llevó el mayor abrazo después de conseguir la gesta, el que más disfrutó y el que se llevó a su casa la camiseta con la que Julio, el niño hecho hombre, el portero convertido en héroe, se convirtió en el del ascenso a Segunda B.
Pese a las dudas iniciales, el portero vallisoletano se ha decantado por disfrutar de esta categoría en su casa; por saborear las mieles ganadas sobre el césped con quien triunfó. Lo hará, al menos, durante una temporada, aunque ha firmado dos. En ella trabajará porque los próximos guantes que le regalen le permitan ascender de nuevo, esta vez al primer equipo, con el que se ejercitará a las órdenes de Rubi.