
Apoteosis, rabia esparcida en el ambiente, gemido indómito de una felicidad sublimada. O cuando el blanco y el violeta representaban una unión de colores sobre los que gravitaban demasiadas almas dispuestas a temblar de pasión. Almas cuya represión les había privado de la capacidad para negarse a seguir tragando decepciones. Cuando el Real Valladolid parecía más desgastado, experimentó una reanimación de sus sentidos que ha acelerado el cambio de percepción hacia el futuro y supervivencia del club en Primera División.
Un punto, una situación no esperada por casi nadie, pero imaginada por todos. Susurro que arranca pidiendo permiso y termina ocupando cada esquina de la ilusión.
-¡Por qué no ser yo quien me imponga esta vez! Acallar al que siempre le dirigió miradas turbadoras, que caían como una roca de acero sobre su moral. Los jugadores pucelanos demostraron que el roce del desastre escocía y avasallaba sus noches. La angustia rebullía como Pompeya y paralizaba los músculos. Dirigían acometidas a borbotones incontrolables. Volvieron a ganar a base de impulsos.
Todo comenzó a tomar otro cariz. La sombra ahora era ambar. El temor había mitigado sus punzadas y flotaba en el ambiente la convicción, antes enterrada, de que en sus manos permanecía, como un delicado cachorro, la extensa felicidad por la que tenía sentido hacer del sufrimiento un signo identificativo del Real Valladolid.
Los ciudadanos vallisoletanos comprendieron que, en pocos días, una vida resumida en una temporada había atravesado, trepidante, paralela a aquel balón que aterrizó en Humberto Osorio, pero hizo despegar el ánimo acostado en lo más bajo. Y destapar, con un inmensurable júbilo, la creencia.