El Real Valladolid suma un punto insuficiente ante un Rayo Vallecano que marcó en la única ocasión real de peligro
El pitido final del trencilla es una luna que asoma en la noche de difuntos. El frío, tardío aunque esperado, se anuncia como el heladero que pasea su furgón a destiempo; tan histriónico como indiferente a los ojos de quien abraza. La procesión de almas salientes de Zorrilla es la Santa Compaña, y la clasificación, la cruz que va en cabeza. La muerte que anuncia, el posible –y temido– descenso. Y el empate, el peldaño del crucero, hoy, salvador. Pero, ¿y mañana?
Mañana será otro día. Triste y apagado, a menos que confluyan los resultados en favor del Real Valladolid cuan si fueran santos en novena. Quizá, ni por esas. Al menos para parte de la afición, que entiende el camino marcado. Les embarga la pena, sobrevenida, y apenas les solivienta, pues entienden que así el destino. Que el equipo no da para más, que fue el Barcelona un espejismo y que esta, y no otra, es la medida real.
Y no es que el equipo no responda con fe; con alma. Es que tiene la mirada triste del pobre, del que se sabe desdichado. Y, aunque lo intenta, es incapaz de abandonar su condición con algún que otro buen resultado más que llevarse a la boca. Aun cuando es mejor que su rival o dispone, por lo menos, de más y más claras oportunidades.
Es innegable que si alguien mereció los tres puntos en disputa, sin duda fueron los jugadores de Juan Ignacio Martínez. Pero, con todo, un quejío invade Pucela, más profundo, menos artístico. Duele el alma y duele el fútbol, esquivo en cuanto a resultados. Una voz rompe el silencio de las ánimas para lamentar que ha pasado una jornada más y queda una jornada menos, y que todo sigue igual bajo el reino de los cielos.
Choca tan apagado final con lo encendido del ambiente. No solo por lo animosa que se mostró la afición durante buena parte del encuentro ante el Rayo, que también, sino porque este empezó bien, con un gol en propia meta de Ze Castro que amenazó con alejar de Zorrilla los malos augurios. Sin quererlo, el portugués fue santero. Pretendiéndolo, más tarde, Bueno fue de todo menos santo.
El exblanquivioleta envió a las mallas un envío largo de Trashorras, de volea, a la media vuelta y sin dejarla caer. A golazo suena, pero no lo fue tanto. La destreza del remate es intachable, no así la pasividad ante la acción de los dos centrales y de Jaime, sustituto de Diego Mariño en la portería por una sorprendente decisión técnica. Entre todos lo mataron y él solito se murió, que diría aquel.
Fue el único lunar de la defensa vallisoletana en todo el partido. Pero, claro, a la postre, qué lunar. Fue cogiendo oscuridad mientras alguien decía no creer en el mal de ojo, ese por el cual los ex siempre marcan, a la misma velocidad que el Rayo Vallecano tocaba de manera casi inerte el balón pero, a la vez, impedía que los locales tuvieran un amplio margen de reacción.
La posesión rayista fue defensiva casi por obligación, dicho sea de paso. Tocaron, tocaron, aburrieron y se aburrieron mientras los de Juan Ignacio aguardaban una ocasión. No salieron prestos a la presión hasta que entraron Larsson y Manucho, con los que el entrenador acertó en la lectura. El angoleño dividió a los centrales y amenazó con profundizar allí de donde estos sacaban a Guerra, mientras el sueco derogó la ley del embudo. Aunque de nada serviría.
La cosa es que entre el uno y el otro el equipo encontró alegría y brío para encimar la salida rival e irse a por la victoria al contragolpe, una suerte que el Real Valladolid dominó de manera casi artística gracias a ellos dos, a Guerra y, sobre todo, a Óscar. Solo casi por motivos obvios: faltó la puntilla, que estuvo en las botas de cualquiera de los cuatro –menos de los puntas que de sus dos acompañantes–.
El empate, el duodécimo en la temporada, se antoja otra vez insuficiente. Es una nueva pena en el alma del pobre, que vaga por la Primera con ganas, pero sin ganar. Y el tiempo, sin afán de ser tremendistas, se acaba. Se agarra a lo invisible, a lo imposible de palpar, la Cofradía del Clavo Ardiendo, y es lícito que lo haga. La de los otrora denominados agoreros cree que ya da igual, que la suerte ya está echada y que La B espera.
Y quien escribe, ¿qué piensa? Descreído, como buen gallego, ni confirma ni desmiente que existan la Santa Compaña o las meigas. Ver uno no las ha visto, pero siempre es mejor evitar. Como el descenso. Para lo primero son buenos la queimada, una cruz y un allo. Para lo segundo, conseguir tres puntos en Anoeta. No sea que por no creer…