Las grandes superproducciones necesitan de héroes, extras y ambientaciones de fábula. Ayer, en Zorrilla, no faltó nada ni nadie.
Luchando con espadas que apuntan al cielo, filos desgajando miembros, sangre que se evapora y se respira en un ambiente épico. La niebla parece despegar desde el cielo, buscando los riscos más elevados. Entonces, surge el héroe. Otra vez. Aquel que luchó durante cinco interminables días frente a Breka. Su nombre es Javi Guerra.
A las once de la noche de un dieciséis de diciembre se abría el libro de la historia, el que marca la línea entre la ficción y la realidad, entre lo que vives y lo que te cuentan. Cuánta alegría se llevaron aquellos dichosos, valientes y enajenados que acudieron al campo de batalla para vivirlo, para que no se lo tuvieran que contar.
Todo esto por Guerra, nuestro Beowulf particular, héroe épico que emerge de entre la niebla, motivo de tantas líneas y letras juntas en tan poco tiempo. La ocasión merece cualquier intento de honra, y es que, a cualquiera se le enciende el cinexin con la película de ayer. El guion delicia hubiera sido de Anthony Mann. Robert Zemeckis jamás conocerá que en 45 minutos, la infra producción vallisoletana superó su Beowulf de 2007.
Espadazo a la red, tras matarla con el pecho: el primero. Salto olímpico y volteo anti gravitacional del cuello: el segundo. Atrapando la varita de Óscar, Wiglaf, en el último. Mientras, su pueblo -que no llegaba a 7000 habitantes ayer- veía cómo el héroe de leyenda, que dirían los mudos más musicales de la historia en España, rescataba al equipo de los pozos hacia el inframundo, donde Caronte, alentado por los poco jubilosos alientos del desencantado, bullía con el olor a sangre.
Javi Guerra volvía a salvar, a elevar a su equipo a la magna gloria. Era sustituido y las mantas volaron. ¿Quién tiene frío cuando se le cuecen hasta las uñas? Minuto 88, y al igual que Beowulf cuando afrontaba su fin, sabía que lo había dejado todo bien atado.
Como culmen, la batalla nada ficticia del final del partido. Un ejemplo de cómo los escuderos del héroe ya retirado luchan por mantener en pie a su pueblo, la solidaridad de un conjunto que muchos habían tildado de inexistente. El último cruce de hostilidades, ya con la niebla agotada de intentar exasperar a los pingüinos allí reunidos, supone mucho más que un epílogo nada deportivo. La serigrafía a una lápida, el romance al héroe que ya abandonó la batalla, que no la guerra.