Recuerdo con nostalgia el Mundial de Estados Unidos. Es mi primera imagen nítida del balompié, y en ella aparece Luis Enrique brotando sangre por la nariz, llorando, clamando justicia como más tarde, recobrados líquido y moral, reclamaría venganza en cada partido; como si aquel codazo le hubiese afeado el entrecejo. Recuerdo que lloré, y no sé por qué, cuando el árbitro señaló el final. Y que jamás perdoné a Roberto Baggio el gol que nos eliminó.
Por algún extraño motivo –o no tanto–, mi memoria identifica a Pep Guardiola en el escenario del crimen. Será, supongo, porque sí había jugado con anterioridad. Y, bueno, porque era mi ídolo, y a los ídolos solemos identificarlos donde nos sale de las entretelas, incluso cuando no hacen gala de su condición de héroe. Y, si alguien me dijera que la final se jugó en el mismo estadio que los cuartos, me lo creería. Como que en realidad fueron las semifinales, de no conocer luego la maldición.
Yo, por entonces, no había visto –ni leído– ‘El Padrino’, pero supongo que ignoré las semifinales a pesar de que mi abuelo, boca abajo y postrado en su cama, como cada vez que había fútbol, no se perdió un segundo de competición. Pero debí pensar algo así como que «la justicia nos la hará Don Corleone», quizá porque en casa se respiraba un ambiente tan gallego que parecía siciliano.
Supongo que influyó el hecho de que, en Brasil, rival de Italia en la final, identificaba a varios jugadores. He dicho que el episodio más triste y sangriento de la historia reciente de nuestro fútbol es la primera imagen nítida que aparece en mi mente que tiene que ver con la pelotita, pero no es así. La primera de verdad es el resoplido de lobo asustado de Djukic delante de González.
Aquello fue un drama equiparable en mi casa a la muerte de Chanquete cada verano. Mi abuela, que llora cada descenso del Deportivo como el fallecimiento de su marido hace diez años. Él, que por llevar la contraria a mi madre, que es de la Real, decía ser del Athletic, y sin embargo festejaba los triunfos del equipo de Arsenio Iglesias como el mayor de los deportivistas. Y mi madre, a la que aún no he visto cantar un gol de Griezmann, y que quería a Djukic casi tanto como a mi padre. Todos sintieron pesadumbre.
Y todos sabían, tiempo después, que los dos hermanos aguafiestas y aquel defensa demasiado férreo en el marcaje nada tenían que hacer contra Mauro Silva y Bebeto. Yo así lo entendí también, porque no hay nada más contagioso que la confianza de un gallego (salvo su acento), y además recordaba que Bebeto había celebrado un gol con Romario, que era el mejor delantero que yo conocía, y con un tipo fornido que parecía haber hecho más kilómetros que Pichi en la mar.
Aquel ‘a roró, mi niño, a roró’ es el culpable de que recuerde a la canarinha vestida de azul cuando Brasil ganó. Y de que Mazinho me pareciera siempre un tipo cercano, tan familiar como si hubiese jugado siempre en el Celta, donde acabó más tarde. Como si a la copa la hubieran mecido, y no levantado, y él fuera uno de los nuestros. Pero no.
En mi casa vivimos esa estúpida rivalidad entre Pontevedra y Vigo como si fuera cierta la leyenda que un día me contó un borracho, que relataba cómo la Guardia Civil tuvo que aplacar, porra en mano, una revuelta en la que nuestros vecinos del sur, aprovechando la coyuntura de la Guerra Civil, intentaron autoproclamarse capital de provincia. Y a uno de Vigo no se le puede querer ni aunque sea de la familia. Como si esto fuera el Berlín de los 70.
Es por eso que yo me fijaba en Mazinho de soslayo, como con apuro. Su cojera, crónica, era entrañable y mágica. Mi abuelo, a quien hacía años había atropellado una moto, necesitaba bastón para andar. ¡Y él no! ¿Cómo coño lo hacía? Parecía, también, ser demasiado ancho. Y sin embargo, corría. No diría que mucho, pues su fútbol lo recuerdo más analítico que de brega. Pero yo, aunque jugaba al fútbol sala, quería ser como él. O como Mauro Silva. Tal y como mandaba la tradición, claro.
Con el tiempo y los partidos, algunos compañeros me llamaron así, aunque más porque me lesionaba con frecuencia y, como él, parecía moverme menos de lo que en realidad lo hacía –corría; palabrita–. Yo, parco en palabras, no protestaba, apenas añadía un pueril matiz [léase con acento gallego]: «Soy el Mazinho de Brasil. Que a mí el Celta me da asco». Y ellos entonces me decían que no, que era el vigués.
Niños…
Ahora que soy cojo de verdad, echo de menos aquellos tiempos en los que en el patio del colegio o en la plaza más cercana nos peleábamos por ver quién empezaba de portero, o por qué jugador íbamos a representar jugando con su país el Mundial. Aquellos tiempos en los que me debatía entre ser Brasil o España; entre ser Ronaldo o Guardiola.
Algo parecido le ha pasado a uno de los hijos de Iomar do Nascimento, en parte porque sus entrenadores han jugado a que fuera una cosa u otra, y también porque los dos países –y todo lo que representan– han pretendido que vistiera su zamarra, sabedores de que siempre se ha hablado de él como ‘el hijo y el hermano de’ que, con los años, acabaría haciendo que los secundarios fueran papá y Thiago.
Carioca de nacimiento, se decantó por la verdeamarelha en lugar de por la roja, a pesar de vestir esta casaca en los primeros niveles del fútbol formativo. «Do Celta tiña que ser», diría mi abuelo si levantara la cabeza. Un jugador capaz de levantar a una ciudad quizá no para proclamar su capitalidad, pero sí al menos para reclamar para sí el sitio que Vigo ostentó durante años.
El hijo de Mazinho, y el deportivo de Luis Enrique, busca sitio con la avidez que yo de pequeño pedía que alguien vengara las lágrimas de mi familia y las mías propias. Aunque, si ese lugar pasa por dejar en mal sitio al Real Valladolid, como cuando era pequeño, renegaré de él, su escudo y su ciudad. Como si esto fuera el Berlín de los 70. Y luego me lo pediré en un Mundial.