El Real Valladolid suma tres puntos importantísimos en un su mejor encuentro de la temporada, un partido en el que supo adaptarse al rival y dominar sin disponer de la posesión.

Juan Ignacio Martínez no ha inventado el fútbol, de la misma manera que no es Islero, el toro que mató a Manolete. Conviene hacer ambas apreciaciones antes de pasar a relatar la victoria del Real Valladolid en Vallecas para evitar malos entendidos, no vaya a ser que alguno se piense vaya usted a saber el qué.
Una vez hemos aclarado que el balompié existía con anterioridad a Juan Ignacio, no será necesario explicar que también de modo previo a su alumbramiento existía el fútbol de presión y lúcido descontrol, de morder y correr. Esclarecido su crimen, no ser creador de modelo de juego alguno, es de recibo reconocer que gran parte del mérito de la victoria de su equipo ante el Rayo Vallecano es de su cintura y de su capacidad de adaptación.
Si verdaderamente solo existe un plan, lo fácil hubiera sido salir en Vallecas a ser corneado; a intentar tener la posesión y naufragar, y más tarde culpar al empedrado o hablar del mayor mérito del rival. Pero oiga, no, aquí no estamos para eso. El Real Valladolid del toque es una mentira que obvia ciertas fases del ‘djuckismo’ en las que el equipo necesitó ser pragmático. Y esto no es Can Barça, donde casi azotan públicamente a Martino por no tener más el balón que el Rayo.
Si lo prefieren, es una verdad contada a medias. Pero en fin. Dirán algunos que con más motivo, por ser el Fútbol Club Barcelona, El Tata está obligado a la victoria siempre. ¡Ja! No saben en la Ciudad Condal lo que es estar verdaderamente obligado a doblegar a tu rival, bajo la amenaza de que la oscuridad se cierna sobre ti. Eso solo lo saben quienes temen bajar al inframundo porque ya lo han pisado.
Aún no es para tanto, claro. A falta de tanto para el final, solo faltaría que tuviésemos miedo a los infiernos. Pero, vaya, que ganar, con la que está cayendo, prestaba, que diría un asturiano. Y, llegados a este punto, perdónenme, pero la manera casi daba igual. Era indiferente que fuera siendo Valladolid que Sebastopol. Que el camino fuera la horizontalidad, la verticalidad o el pino puente.
He aquí el mérito de Juan Ignacio Martínez, en entender esta necesidad. Y en hacer de ella virtud, ya que si la situación fuera otra, quizá otra habría sido también la lectura previa. Aunque es mejor no ahondar en el fútbol ficción. En un género como este, la crónica, se debe hablar de lo que ha pasado, y lo que pasó sobre el césped del Estadio de Vallecas es que, de nuevo, el Real Valladolid fue superior a los franjirrojos.
Como la temporada pasada, en el Nuevo José Zorrilla y en la capital, el Pucela salió con Manucho a presionar la salida del balón de los de Paco Jémez y, tras recuperación, a correr como alma que lleva el diablo en busca de su portería. Con dos líneas de cuatro bien plantadas, aunque no cerradas, los blanquivioletas ensuciaron su posesión y la convirtieron en inservible.
Sirva como ejemplo de ello la primera parte, la mejor del Real Valladolid en lo que va de curso. El Rayo Vallecano tuvo el 70 % de la posesión, y sin embargo, no solo no dispuso de ocasión alguna, sino que encajó dos goles. Dicho sea de paso, como ya le ocurrió en otros partidos, como por ejemplo, ante el Málaga, contra quien la posesión final fue semejante a la de este encuentro y la derrota aún más abultada.
Patrick Ebert, que fue sustituido al descanso, se sacó una genialidad a la media hora, adentrándose con el esférico sobre la pierna izquierda hasta soltar un latigazo a la red marca de la casa, también con su teórico pie inhábil. Diez minutos después, en un magnífico contragolpe, Javi Guerra anotó su quinto gol de la temporada, de nuevo, atacando por el débil flanco izquierdo de la defensa vallecana.
El malagueño volvió a demostrar que cuando juega acompañado de otro punta se siente realmente cómodo. Muestra su volatilidad y movilidad en tres cuartos, es capaz de asociarse por dentro con la media, de espaldas a la meta, perfilado con uno de los extremos o de aprovechar los espacios que abre Manucho con su potencia y envergadura. Luce, en definitiva, porque lo mismo bate que rompe líneas.
En esta ocasión, fue Manucho quien se quedó sin anotar, aunque méritos hizo para ello. No tanto por remates, apenas un par, como por su trabajo. A veces boya, esta vez le tocó ser pantera, y dado su físico, se antoja imparable para casi cualquier zaga, por potencia y voracidad. No obstante, decíamos, no marcó. Fue Larsson, el atacante más de perfil Juan Ignacio del equipo, quien cerró la cuenta a los dos minutos de su reestreno.
Mojica, que ya había errado en el gol de Ebert, volvió a fallar y propició que el sueco hiciera su primer gol desde que está en España. Al margen del gol, buenas fueron las sensaciones que dejó, aunque a la vez añejas. Es velocidad y voluntad, tanto en defensa como en ataque, donde se convierte en un puñal que aportará y mucho cuando la idea sea contraatacar.
Javier Baraja, de nuevo titular, jugó de manera que no se echó de menos a Álvaro Rubio. Y Rossi, que es más que un chico guapo, siguió con su crecimiento. Contuvo, salió a la presión, tocó en corto cuando no vio salida en largo, fue vertical cuando debió… en fin, una delicia. Como el hecho de que, por fin, no hubiera desequilibrio en banda izquierda, donde Valdet Rama jugó un partido completísimo.
No se pueden poner peros al equipo, en definitiva. El partido fue un bálsamo, porque supone llegar al summum de las sensaciones positivas y dejar el oscuro kharma a un lado. En otro momento, con otra mentalidad, más dispersa o derrotista, quizá uno de los saques de esquina que botó el Rayo en el arranque de la segunda parte se hubiera convertido en gol. O a lo mejor una de las dos magníficas intervenciones de Mariño. Pero no.
Otra vez el Rayo Vallecano fue remedio para los males del Real Valladolid, aunque no sería justo decir que fue aspirina. Fue, más bien, una suerte de placebo. Como un remedio casero de la abuela que en realidad no surte efecto, pero que, una vez interiorizado que lo va a hacer, cambia la cara a un muerto. Y, aunque no era el caso, buena falta hacía.