El Real Valladolid fue superior al Rayo Vallecano, sin apenas disponer de la pelota; construyéndose en base a un sistema de repliegue medio que llegó a emocionar en la primera mitad.
Vallecas le robó al FC Barcelona el espíritu por unos instantes. Su Rayo había calcinado una etapa inusitadamente extensa de dominio en la posesión de la pelota que los blaugrana habían instaurado. Poseyó más tiempo el balón que su rival, pero perdió.
Paco Jémez ha elevado al Rayo al paradigma del control del esférico para atraer el triunfo y colorear un escenario adyacente de espectáculo vibrante. Cuando sus jugadores flaqueaban, los espoleaba para recordarles que permanecen vivos porque un día adaptaron una idea inabarcable y a priori estrafalaria, y de ella surgió un modelo. Un espíritu que los encaramó a la niebla del abismo; aunque de la misma forma, les trasladó la claridad del éxito.
El Real Valladolid le robó al Rayo Vallecano el espíritu durante la primera mitad. Pensó que, si no podía manejar el balón como su adversario, mejor se lo entregaba, que ya vería cómo podía apañárselas para estrujar los espacios que brotaran de las espaldas de los jugadores franjirrojos.
Juan Ignacio, en realidad, ya había construido un plan para achicar la vehemente intención del Rayo por erigirse en dueño y señor en cada aparición que protagonizara, como cumple el estereotipo de colegial pedante envuelto por una cierta dosis de presunción.
El conjunto de Jémez manejaba el balón, pero no dominaba su alrededor. Acumulaba una estadística del 70 % de posesión, pero su vuelo caía en picado en la mediapunta. Mientras tanto, el Real Valladolid continuaba culminando, muy probablemente, la actuación defensiva más brillante de las dos últimas temporadas, en La Liga. Un trabajo sin balón que lo impelía a ser superior en el dominio del tiempo y del espacio, aunque por encima de cualquier elemento, de este último.
Juan Ignacio Martínez, perro viejo, como si alzara una bola del futuro e inyectara su fruncida mirada en ella, descubriendo cómo se desarrollarán los hechos, ubicó a dos delanteros para enturbiar la fase de iniciación del Rayo Vallecano.
Manucho, la punta del iceberg presionante, alargaba sus interminables piernas, alcanzando el área rival para obligar a iniciar desde la banda. Unos movimientos que repetía, en ocasiones, junto con Rama y Guerra, trazando una primera línea de tres que, paralelamente, buscaba asfixiar a la defensa y acallar el estruendoso espíritu del Rayo.
Una presión que, aun iniciada en momentos puntuales a gran altura del campo, solía desenvolverse en un bloque medio. Y por ahí pululaba el bianconero sin traje ni corbata, pero empujado por una creciente presencia que atormentaba la elaboración rayista. La imagen de Rossi lucía cada vez con refulgencias más constantes entre una maraña de piernas y faltas.
El Real Valladolid, asentado en un palpitante repliegue, disminuía el rayo a chispazos y emocionaba empleando el gol de Patrick Ebert y el de Guerra como arquetipos del plan urdido para debilitar la posesión y cambiar la alegría de bando.
La intensidad, el por momentos angustioso propósito de querer virar su rumbo, azuzó a un Valladolid que ganó veinticuatro de los 33 duelos aéreos sucedidos, completó con éxito veintiocho de 32 ‘tackles’, realizó 38 despejes, anotó tres goles de seis disparos entre los tres palos y no alcanzó el 40 % de posesión.
El otro Real Valladolid. Vertical, hiriente al hueco. El plan de Juan Ignacio Martínez hasta que Óscar vuelva, o quizá, también con él.