Un Real Valladolid combativo, a pesar de las bajas, cae por dos goles a cero ante el Atlético de Madrid, un conjunto prácticamente impenetrable y casi perfecto.
Es el Real Valladolid, de un tiempo a esta parte, un equipo que vende cara su piel. Puede lucir una mejor o peor imagen, pero de una cosa no cabe duda: no será fácil hacerle doblar la rodilla. Y el Atlético de Madrid, tirano con hechuras de campeón, dio buena cuenta de ello en su visita al Nuevo José Zorrilla.
¿Por qué tirano? Porque viene a ser la Roma de Espartaco. Porque puede parecer que sufre, que le infringes algún daño cuando le atacas, pero al final, sus tropas aplacan tus ánimos manu militari. Puede dar las sensación de que les dominas, como le ocurrió al Real Valladolid durante un buen rato, pero, en el fondo, no eres más que un juguete en sus manos.
Además sucede que los blanquivioletas se enfrentaron al enemigo en inferioridad. No numérica, como ocurrió con el ejército de esclavos que comandó el gladiador, pero sí de condición. Porque igual que Espartaco luchaba frente a soldados sin iguales, a él o a ellos, el Atlético de Madrid tuvo enfrente a un equipo voluntarioso, pero que no le llega.
El partido recordó, en parte a un capítulo de la temporada final de la serie, que pueden seguir en Cuatro, en el cual el líder de la revolución aparece rodeado en su tienda de campañas de estandartes romanos. Ciertamente, aquí cambia un poco la historia, y es que el golpe moral lo recibieron los de Juan Ignacio, pero es que no es para menos. Salir a combatir sin Valiente, Rubio, Víctor Pérez y Óscar es, en lo anímico, un símbolo de derrota.
Lo fue para la afición, pero no para los jugadores, que tal y como adelantó su técnico que harían, salieron a competir sin que su situación importase demasiado. Patrick Ebert volvía de su lesión y Peña, Omar y el propio alemán empezaron el partido fuera de sitio, lo que no impidió que el Real Valladolid amasara posesión e hilvanase con mayor o menos suficiencia hasta llegar a la frontal rival.
Los de ‘El Cholo’, que se encuentran cómodos ahí, viendo cómo quien está enfrente se da de bruces una y otra vez con su defensa, trataban de ensuciar la circulación rival, aunque de buenas a primeras se conformaron con nada más que eso. Por momentos, sin embargo, salieron del fingido letargo para recuperar diez metros más arriba y golpear, algo que Godín estuvo cerca de hacer a balón parado.
En estas, como quien no quiere la cosa, y ya en la segunda mitad, llegó el primer gol, obra de Raúl García. Por contradictorios que puedan parecer los términos, el navarro es a la vez gris y reluciente; esto es, parece no hacer mucho, pero en realidad lo hace, y se le ve. Prueba de ello es su primera ocasión, abortada de manera magistral por Diego Mariño, y la segunda, un testarazo bombeado convertido en el tanto que abrió el encuentro.
En esas, el Pucela se vio impotente y dudó qué hacer durante unos minutos, pero al verse en la misma situación de antes, con los rojiblancos esperando y con el balón en sus pies, prefirió el «a ver qué pasa» al «qué habría ocurrido si lo hubiese intentado». Y lo que sucedió es que siguió dándose de bruces con Miranda, principalmente, cuando no con Godín o la línea de medios, donde Mario Suárez y Koke demostraron por qué son internacionales.
Sucede que el Atlético es como un gato, traicionero y juguetón con el animal más pequeño. Le da golpecitos suaves, para que corretee y se entretenga, hasta que de repente, ¡zas!, zarpazo y a la cazuela. Y como para muestra un botón, llegó el gol de Diego Costa para liquidar el partido con una acción muy suya: carrera hacia un balón largo que hace ver en él algo más que un jugador inmerso en doscientas escaramuzas por encuentro.
Hacia el final, ‘El Zorro’ Osorio pudo recortar distancias, pero anduvo lento a la hora de definir. No obstante, dejó como detalle interesante el recorte a Courtois, pocas veces vencido de igual modo, y señales que indican que va encontrándose a sí mismo y a su punto de forma en varios desmarques que, de convertirse en habituales, pondrán en problemas a más de una defensa.
No fue lo único positivo, como de las líneas anteriores se puede entresacar. A pesar de las importantes bajas, el Real Valladolid vendió cara su piel ante un rival que ganó simple y llanamente por ser mejor y estar entre los mejores. Quizá, es posible, alguno piense que no se vio sobreexigido, y puede ser así, pero sin pasarse de vueltas en el victimismo, no cabía esperar mucho más.
Más bien al contrario. El pesimismo que rodeaba al equipo antes del partido se tornó en gratitud por el esfuerzo y en alegría por ver que Mariño y Bergdich se siguen confirmando como grandes refuerzos, que Rossi asoma y los más viejos del lugar andan encontrando su punto de forma y fútbol. La derrota, por tanto, como la final de Espartaco ante la todopoderosa Roma, deja un sabor agrio pero dulce, gustillo que debe predominar después de ganar –ojalá- el martes al Levante.