El Real Valladolid despide a su afición hasta el próximo curso dejando una pobre imagen ante un Real Club Celta que no necesitó mucho para llevarse los tres puntos.
Pocos dedos dibujan un adiós como los de Joaquín Sabina. Pocas guitarras tan canallas. No hay otra voz tan rota y maltratada que se despida como él lo hace, con un reproche de usted y con un despecho de alcanfor que vienen a decir «no vuelvas», cuando en realidad parece afirmar «en ningún sitio estarías mejor». Nadie es maestro, aunque quiera serlo, salvo de nada. Nadie está a salvo de ser un día la otra boca, la que de pronto ella no quiere; aquella en la que quedó un beso como cuenta pendiente.
Las despedidas, cuando las rima don Joaquín, saben mejor. A sexo trasnochado; a locura en el asiento trasero de un coche y a un despertar con la cabeza en Mestalla y el corazón en Alcorcón. Suenan a soneto, en fin. Como suena la pasión cuando es de verdad. O como debería hacerlo, al menos. Aunque este pez no siempre muere por tu boca y estos ojos no lloran más por ti; y es entonces cuando para decir ‘con Dios’ a los dos nos sobran los motivos.
Aun cuando esto pasa; cuando la rutina puede tanto que el amor sabe a whisky barato, el adiós suele hacer daño. Porque no hay más que un Sabina en este mundo y las despedidas dejan siempre con la duda de qué pudo ser. Siempre queda tanto que decir, tanto por hacer… que, en efecto, duele. Que no quieran, y a veces no querer. Que no haya comunión de voluntades, en definitiva, y que el tiempo juntos sea derrota, bien del amor, anhelado, o bien del tiempo, perdido.
Este poso de lamento deja el «no me dejes» implorado por Zorrilla a Djukic. Esa saudade es dueña de quien dijo «quédate conmigo» y de quien prefirió el «lo pasaremos bien», preludio de una despedida inanimada, casi funcionarial, que pudo ser más entretenida si el Real Valladolid hubiese dejado en vestuarios bien la pereza o el luto dueños del alma ante el Real Club Celta de Abel.
No se puede decir que los gallegos luchasen más por los tres puntos. De hecho, ni lucharon. Porque dos no pelean si uno no quiere. Y el Pucela no quiso. Se fue como salió, adormecido, anestesiado o Dios sabe qué, derrotado después de pegar solo un estirón, entre bostezo y bostezo, gol y gol. Como quien combate con sueño el dolor de cabeza o un problema con indiferencia.
No es que aquí los haya. Bendito disturbio el saberse salvado con tres jornadas de adelanto. Es que la afición quería más. Esperaba más. Y no porque quisiera enviar al Celta a Segunda. O no necesariamente. Sino, bueno, porque con las pupilas dilatadas, fruto del orgasmo del fútbol, decir adiós a quien te ha hecho feliz parece menos despedida; como si los tres puntos, ya inservibles, fueran un engañoso «se va, pero te quiere» o un no menos fantasioso «él no quería, ella le obligó» consoladores.
Con todo, Manucho y Óscar estuvieron cerca de provocar una erección -con perdón- con sendos remates abortados por un bisoño guardameta, Rubén Blanco, debutante en Primera División. Pero nada. Los preliminares en ningún momento se acercaron a la excitación y los roces fueron más accidentales que incidentales, más parecidos al roce sin intención del autobús que a un calentón de sábado noche.
Y mientras el Valladolid pecaba de frío, el Celta intentaba combatir la rutina con rutina (o algo así). Por aquello de que toca, de que hay que intentar salvar la relación, más que porque en realidad tuviera fe en su fútbol, pues de esto puso poco. Le bastó con aprovechar el enésimo descuido de los blanquivioletas a balón parado y el dudoso penalti por mano cobrado a Marc Valiente.
La ruptura con la Primera, de momento, se aplaza. Sin merecer ni desmerecer. La categoría acepta darse tiempo, y a ver en Balaídos qué pasa. Los vigueses, desplazados y sin desplazar, por el momento sonríen. «Eso es que me quiere», piensan, agarrándose al último clavo ardiendo que les queda, aún en la zona roja de la tabla. Y, aunque resulte paradójico, despierta cierta envidia.
Envidia porque aquella persona -bueno, llámenlo ‘x’- a la que aman todavía mira en sus ojos azul celeste al chiquillo que quiso y del que un día se enamoró, ‘biscotto’ mediante. Y mientras, en la mesa de al lado, el José Zorrilla grita «Djukic, quédate» a quien le devolvió la felicidad y ahora quiere buscarla, o eso parece, en otro amor. De manera distante, y nunca mejor dicho, pues lo haría lejos de casa. Sin un último súmmum que alcanzar juntos.
En honor a la verdad, parafraseando a Sabina, podría decirse que el adiós del Real Valladolid a su estadio por esta temporada no ensucia el animoso (por tempranero) ‘hasta luego’ a la Primera División. Pero el regusto que deja es amargo. Porque cualquier despedida lo es. Y porque, a menos que el almirante haga caso a las plegarias de quienes han sido sus soldados durante dos años, este amor terminará como un buen día el maestro terminó el soneto.
Este pez ya no muere por tu boca,
este loco se va con otra loca,
estos ojos no lloran más por ti.