Jesús A. Zalama, hasta ahora crítico con el malacitano, se ‘reconcilia’ con el punta después de comprobar su estado anímico tras el partido entre Real Valladolid y Getafe.
En momentos muy especiales, concretos e incluso esotéricos de la vida, se llega a palpar una sensación de empatía emocional con ciertas personas, cuando estando a su lado, sientes lo que padecen.
Cuento con los dedos de una mano esos momentos en mi vida hasta ahora, y tras el partido que enfrentó al Real Valladolid contra el Getafe en la localidad de Medina de Rioseco, viví el último de estos episodios, hasta el momento. Se acercaba el momento de poder inmortalizarme con Javi Guerra, y a pesar de todos los esputos que pueda haber vertido sobre él, estaba ansioso de hacerlo.
Como un niño en la mañana del seis de enero, esperaba impaciente la oportunidad de poder estar al lado del que tantas veces di la espalda y tantas otras hice a un lado (con mis críticas y dentro del ámbito futbolístico, se entiende). Era él, Javi Guerra, y yo seguía siendo yo mismo, por el momento.
Quizá el haber jugado los noventa minutos ayudaba, pero no vi en Javi Guerra a la diana de críticas que tanto he golpeado. Vi a un hombre cansado, quizá por el esfuerzo, quizá por el hecho de que la pelotita no quiere entrar, quizá cansado por comentarios de ‘bocachanclas’ como yo, que se permiten la licencia de tratar como un pelele a quien no deja de ser una persona.
Javi Guerra ante todo es persona, luego es otras cosas, como por ejemplo el nueve de nuestro equipo. Marque o no marque, Javi seguirá siendo persona, y en estos momentos me percato, tarde como tantas otras veces, de algo tan simple.
Por mi parte se acabaron los ‘manuchistas’ y los ‘guerristas’ que deriven en ataques. Vi a un hombre que necesita paz y que otros olviden su apellido por un tiempo. Fui el primero en crucificar a este hombre, pero no voy a congratularme con estas palabras al ser el primero que le baje del madero, no soy yo quien para eso, pero sí, como diría Blas de Otero para decir: «Pido la paz y la palabra».
Pido la paz para un hombre que nos llevó al cielo y al que hemos desterrado de allí unos cuantos indocumentados, llevándole al Tártaro futbolístico más oscuro. Guerra sigue siendo el mismo delantero, no nos lo han cambiado por un hermano suyo.
Sigue siendo «el de los cincuenta goles», el que hacía resonar en el templo vallisoletano ‘Kernkraft 400’ con cada gol, por el que gritamos «¡Guerra selección!»; y es también uno de los mayores artífices de que este año, en nuestro asiento en Zorrilla, veamos a Messi o Cristiano, o a Manucho por fin marcando.
No quiero que por estas palabras se entienda que ahora me bajo los pantalones y aprovecho algo que he sembrado para convertirlo, tras su cosecha, en un burdo argumento populista. Me sigue gustando Manucho, si es eso lo que queréis oír (probablemente más que Guerra), pero lo que he aprendido tras hacerme una simple foto con una persona es una cosa que fácilmente se nos olvida.
Esos depilados que ves los domingos o sabados son personas, que si te acercas les tocas, si no meten goles se ponen tristes y si sonríen cada fin de semana, tú probablemente tengas menos motivos durante siete días para quejarte por tu vida.
He tenido la palabra, ahora pido la paz. Que Guerra tenga paz y descanse, no vaya a ser que me haya equivocado y solo estuviera cansado el malacitano. Solo un detalle más; ojalá recibamos a este chico con las mismas palabras con las que un arrepentido servidor despidió a nuestro protagonista: «Sonríe tío, sonríe».