Miroslav Djukic se sentará por primera vez desde que es entrenador en el banquillo de Riazor, un estadio que nunca olvidará el resoplido previo a su histórico e inolvidable penalty.
Un silbato hace morir un juego de niños. Nadie se mueve, salvo para acercar el transistor al oído. La victoria no basta. Hace falta que la ardiente prima del sur sea capaz de entretener al frío tipo del norte. Ellos, acostumbrados a ganar, habían hecho su parte. Pero querían más.
A un puñado de kilómetros, otro crío, Bebeto, saca un córner. La jugada termina en los pies de Nando, que se echa el balón largo y entra en el área. Al paso le sale Serer, viejo amigo y compañero de fatigas, que, efusivo, termina derribando al blanquiazul.
Mientras el partido muere, la plaza del pueblo ruge. También la gente desde sus casas, desde sus balcones. «¡Pítalo!», dicen quienes pasaban por allí y quienes escucharon en el supermercado de qué eran capaces José Ramón, su hermano y sus amigos.
Pequeños sí, pero resultones. López Nieto no necesitó dar pasos para medir la distancia que debía haber entre el balón y la gloria. O Bruxo, incapaz de prever tal final, había retirado del campo a Donato. Resopla. Cuenta la leyenda que Bebeto dijo «a mí no me mires», temeroso de que sus frágiles piernas quebrasen de los nervios.
De hecho, quebraron. Como las de Mauro Silva, a la postre ambos campeones del mundo, en el instante en que emergió la figura de Djukic. Contó el bahiano más tarde que habló con el serbio, pero que éste le dijo: «Tranquilo, Roberto, yo me encargo».
Sin pretender robar al goleador crédito, no pareció ser así cuando el temple de Miro se esfumó con el resoplido previo al lanzamiento. Reflexivo, se lleva la mano al mentón mientras piensa si colocarlo o tirarlo fuerte. Entonces, lanza.
Mil doscientos kilómetros al este en el mapa, en el instante previo a que lo haga, el de los chupa-chups rompe el silencio y dice que falla. Desconoce, quizá, que Djukic los penalties los marca incluso mientras duerme. O sabe, quizá, que González ya ha parado otro en uno de sus dos únicos partidos previos.
La cuestión es que, por gafe o por brujo, lo falla. O, como el propio Djukic diría más tarde, simplemente porque «siempre que hay dudas, las cosas salen mal». Y cuando salen mal, la falange se rompe. Por eso Liaño juró venganza, y por eso la elegancia hecha líbero se derrumbó.
«No hay palabra que sirva de consuelo. Nosotros mismos estamos hundidos», dijo más tarde Fernando, capitán rival. Giner, mientras, intentó uno por uno consolar a quien tanto pudo ganar, y sin embargo tanto había perdido.
Pese al carácter descreído que muestra siempre el gallego, aquel equipo había conseguido crear fieles; creyentes en la gran causa pequeña, incluso en aquellos extraños y escasísimos lares donde no vivía paisano alguno.
O sempre benquerido Arsenio quiso hacer gala más tarde de lo contrario, pero sonó a farol después de ver el paseo marítimo inundado por su mar de lágrimas. Sobre posibles parientes culés asistentes al partido, dijo, «no sé si había primas o no, porque yo no las he visto».
Donato, un brasileño tan gallego que terminó siendo internacional con España, reconoció más tarde que «estábamos más pendientes del Camp Nou que de ganar nuestro partido», como si la Liga la quisieran ganar en dos sitios, y a la vez en ninguno.
Contestando a una pregunta con otra, vino a decir el rival hizo lo que debía, y que la reacción llegó tarde. ¿Cómo culpar a Djukic? Ni tan siquiera el vecino lo hizo. Bote de spray en mano escribió en su portal: ‘¿Djukic? Te quiero igual’.
Así contó la Cadena COPE aquella jugada: