Carta al Real Valladolid:
Hacía mucho tiempo que no te escribía. Cinco años, concretamente. El veintidós de abril, preso de una exaltación que nunca había experimentado, junté emociones, como pude, para que tú también las supieras. Me habías dado mucho hasta entonces. No puedo negar que me dejaste fascinado, con esa bella conjunción blanca y púrpura. Ese aroma a popularidad. Pero, nunca tuve la oportunidad de tenerte cara a cara. La distancia me recordaba que debía imaginarte, aunque supiera que estaba, inexorablemente, unido a ti y los acontecimientos que provocabas. No te conocía, para qué mentirme.
No cejé y, fruto del destino, o de la fuerza que fuese, terminé por acercarme a pocos kilómetros de ti. Aún, seguías introducida en un marco de fotos, en una pantalla del televisor o en la palabra de un narrador. Por poco tiempo. Compré, como si fueras una mercancía, aunque yo nunca te considere así, una parte de ti. Un número, un trozo de plástico que me permitía verte, por fin. Admito que mejoras en persona. Brillabas, sonreías, disimulando tus defectos, esos que, con el tiempo y los años, fui percibiendo. Al final, terminaba perdonándote, porque, no olvides, adquirí una parte de ti. No dejabas de pertenecerme.
Me tenías demasiado enganchado. Ni podía ni quería separarme, aunque mi cartera comenzó a cogerte algo de tirria. Aquellas pugnas con la cartera, que lo sepas, se mantienen hasta estos días, recrudecidas,cuando ya hemos vivido mucho en estos años. No me importa. Conseguiste que tantos orbitáramos en torno a ti, imán de veneno y satisfacción, que antepusimos otros quehaceres y nos cegamos ante la evidencia de que succionabas una parte de nosotros. Mordisco sedante.
Conseguiste que te consideráramos una necesidad prioritaria. La primera en la lista, el primer rostro que nos venía a la mente cuando despertábamos de aquel día de victoria o derrota, de agonía o completo regocijo. Algunos hablaban sobre tu última aparición, en papel o a viva voz, otros suspiraban y te seguían como hipnotizados y un grupo, un tanto flexible y numeroso, se desprendía de ti para acudir a otros destinos más concurridos que, se dice, prometían más alegrías. Muchos terminaban por volver con el rabo entre las piernas, escondiendo sus actos, cuando los focos te enfocaban de frente y recibías los aplausos merecidos que tocaban en un trabajo tan efímero y, también olvidadizo, como el tuyo.
Y no me has hecho sufrir, ironizo. Bajo el sol o la lluvia, observando sin quitarte ojo, se han deslizado innumerables gotas de sudor por mi espalda. Supongo que va con el cargo. Que, con los grandes amores, las sensaciones se magnifican de tal forma que salen al exterior sin poder reprimirlas.
En un ejercicio de sinceridad, admito que me has llevado a experimentar las mejores emociones, las de los nervios deseados. No inquietan, se agradecen, porque te recuerdan que sigues vivo, aunque sólo sea por un motivo. Suficiente.
Sé que el trozo de plástico, habitante de la cartera resignada, simboliza una relación atemporal que me asegurará, al menos, que siempre permanecerás para recordarme la vigencia de nuestras emociones. Porque has pasado por malos ratos, y yo no podía hacer otra cosa que esperar y confiar en que saldrías de la espiral desastrosa en la que te habías metido por unirte a malas compañías. Llegué a sentir cierta desafección; quizá despertaba a la realidad y descubría tus imperfecciones, obviadas en la infancia, en el momento en que te conocí.
Has continuado en un juego poco seguro. Y lo sabes a la perfección. Aquella gente non grata fue apartándose poco a poco, pero se llevó tu luz, no lo podemos negar. Para más inri, te hiciste mucho daño con los asuntos de dinero. No es un juego, aunque de esto, dudo que seas del todo consciente. Y, sin embargo, te sigo mirando como siempre. Sé que la situación está cerca de cambiar. Vas a recobrar tu sitio muy pronto y a ser la que eras.
Y te vuelvo a escribir, como aquel veintidós de abril de hace cinco años, cuando sellé un contrato de por vida; cuando me introduje en la fuente y, empapado, comprendí que ibas a generar en mí las mayores alegrías y los nervios deseados de siempre.